Vamos a contarles un cuento. Un cuento de ensueño y de invierno. Con princesas, valles y montañas, aldeas de color blanco, joyas y pieles, glamour decadente y una novia convertida en la Reina de las Nieves. ¿Le apetece? Pues siga leyendo…
Érase una vez una pareja de jóvenes modernos – él, Andrea, aspirante a príncipe de un pequeño pedrusco al borde del Mediterráneo y ella, Tatiana, heredera de unas de las fortunas más grandes de Latinoamérica – famosos por su original estilo de vida.
Siempre aquí y allá. Con un pie en el Londres más aristocrático, el París más chic, el Manhattan más Upper East Side, la Ibiza más hippie, el São Paulo más caluroso y el Índico más exótico. Por placer, para matar la rutina. Ella, que marcaba tendencia con sus alpargatas y sus ponchos, había hecho incluso de sus compras de abalorios un negocio para sus congéneres fashionistas. Parecían casuals, pero viajaban en jet privados. Tenían un bebé y un perrito, pero asistían a desfiles de moda y Bailes de Rosas. Gypsies Deluxe, los llamaban.
Eran hijos de su tiempo. Llevaban juntos muchos años y no les importó tener un hijo fuera del matrimonio. Pero respetaban las tradiciones, sobre todo él, que tenía cierta responsabilidad dinástica, y era necesario prometerse amor eterno en un altar para que su pequeño Sacha formase parte de la línea de sucesión al trono de Mónaco, a falta de hijos legítimos por parte de su tío y príncipe Alberto.
Así que se casaron. Pero no de cualquier manera. Como buenos amantes de la fiesta, organizaron la boda de todas las bodas. Y eso que la abuela de Andrea, una famosa y bella actriz de Hollywood de los años cuarenta, había puesto el listón muy alto el día que se desposó con el príncipe Rainiero.
La de Andrea y Tatiana, fue más íntima pero más original y divertida. Primero se casaron por lo civil en la tierra del novio, que es donde importa que esté firmado el documento. Fue un último día de agosto, todavía bajo un caliente sol mediterráneo. Unieron sus almas en tinta dentro de palacio, pero antes celebraron fiestas en la playa vestidos de blanco, navegaron en velero con flores en la cabeza y se divirtieron con pelucas de colores tras el banquete nupcial. Una boda boho chic, escribieron los cronistas.
Como estos chicos son todo menos aburridos, para su boda religiosa cambiaron de escenario, temática y mes. Sería en pleno invierno, un 1 de febrero, en la estación de esquí de Gstaad, Suiza, donde la novia – mitad colombiana, mitad brasileña y nacida en Nueva York – se había criado. Para la familia del novio también era un lugar muy querido. Los Grimaldi formaban parte de la jet set que había convertido el lugar en el enclave de lujo europeo que es hoy.
Los festejos empezaron un día antes. Los más de trescientos invitados ocuparon los hoteles más exclusivos de la comarca (entonces el Palace, el Grand Park, el Belleuve y el Chalet) mientras que los Grimaldi y los Santodomingo – la rama de Tatiana – se alojaron en el Alpine. Los novios, que jamás renunciaban al lujo, se quedaron en la suite Panorama, un dúplex de 400 metros cuadrados, con tres dormitorios, cocina y spa privado, por el módico precio de 17.000 euros la noche.
Ese mismo día algunas crónicas cuentan que bautizaron a su primogénito, de diez meses, en la cercana iglesia de Saint Joseph con la abuela Carolina de Mónaco, la recién estrenada mamá Charlote y los otros dos hermanos del novio: Pierre Casiraghi y Alexandra de Hanover.
La magia empezó por la noche. A 1.500 metros de altura. En el Eagle Ski Club, un legendario y exclusivo refugio alpino. Se accedía con telesilla, pero dispusieron mantas para abrigar a los invitados de tan gélidas temperaturas. Arriba, en un salón rústico con corazones tallados en las sillas de madera y estufas en las terrazas, les esperaban bebidas calientes y una fondue.
El glamour del après ski de los años sesenta regresó por una noche. Las invitadas lucieron peinados y joyas de época y pieles de todos los colores y formas. Empezaba a ponerse de moda subir fotos de uno mismo a las redes sociales, de modo que las amigas de Tatiana, de apellidos ilustres y vidas algo ociosas como Margherita Missoni y Eugenies Niarchos, no dudaron en hacer un selfie y dejar las imágenes para la posteridad.
La noche culminó con la bajada en esquís a los hoteles por parte de los más atrevidos, con la única compañía de la luna y unas antorchas.
Al día siguiente, a las siete y media de la tarde, se celebró la ceremonia. Caían gruesos copos de nieve cuando Tatiana, envuelta en una capa y cubriendo su cabeza con una capucha ribeteada de piel, llegó a la pequeña capilla de San Nicolás de Myra, en el antiguo convento de Rougemont, una joya de arte románico datada del siglo XI.
Una vez ya dentro, bajo la tenue luz de las velas y con el Ave María de Schubert sonando, abrió la capa y dejó a la vista un romántico vestido de novia de cuerpo ceñido y falda de volantes, diseñado por uno de los mejores diseñadores de aquellos tiempos, Valentino. Y como la princesa que algún día puede que sea, lo coronó con un majestuoso moño que sujetaba la tiara Fringe de las mujeres Grimaldi.
La novia recorrió el pasillo del brazo de su hermano, Julio Mario, pues su padre había fallecido unos años antes. En el altar, la esperaba el novio –antes un rebelde y hoy un padre de familia – vestido de frac. Acudió el príncipe Alberto, por supuesto, y el perrito de la pareja, Daphne – faltaría más. Se echó de menos a la tía Estefanía – que tras su época rebelde había vuelto al redil – y a la auténtica princesa de Mónaco, Charlene (la esposa de Alberto), que al día siguiente presidió un torneo de rugby en La Roca. Tampoco estaba Gad Elmaleh, el afortunado al que la bella Charlotte – una de las princesas más deseadas de su época – eligió como padre de su primer retoño. Bufón de la corte de Francia, el sábado actuaba en París.
Sólo un centenar de invitados entraron en la capilla, regalándonos antes una estampa del mejor estilo Gstaad: boleros de pelo largo, teñidos de rojo pasión; escotes y bronceados bajo cero, y algún toque de extravagancia como el del invitado que combinó el esmoquin con un gorro de lana.
Tras la ceremonia, oficiada en francés por un cura monegasco, se celebró un banquete en el Hotel Palace, donde brillaron los vestidos largos y de pedrería de algunas invitadas. Julio Mario – experto en amenizar fiestas – se encargó del baile, donde las novia obsequió a cada invitada unas bailarinas para que los zapatos de tacón no se convirtieran en calabazas al llegar la medianoche.
“No me lo he pasado tan bien en una boda como en ésta”, escribió en las redes Elisabeth von Thurn und Taxis, invitada y cronistas en primera persona. Y lo dicho: “Gracias a Dios por estas ballerinas de Louboutin”.
Los fastos nupciales terminaron domingo con un almuerzo en el mismo hotel. Dicen que bajo una espectacular lluvia de confeti. El colofón para una pareja que a esas alturas ya estaba empachada de perdices.
Y Colorín colorado, este cuento se ha acabado.