En 1980 el misterio rodeaba la figura de Salvador Dalí. ¿Paranoico, enfermo, recluido? Nadie sabía exactamente lo que pasaba, excepto Gala, el servicio doméstico y el médico que más tiempo lo trató: el doctor Manuel Subirana. El prestigioso neurólogo español rellena las hojas en blanco de la biografía del pintor y comparte con CARAS una experiencia que define como surrealista y traumática. Daliniana, dice.
El neurólogo catalán Manuel Subirana nunca olvidará la fecha del 13 de mayo de 1980. Aquel día había dado una conferencia en Marsella y, al regresar al hotel, le avisaron de que Gala, la esposa y musa de Salvador Dalí, le había dejado un mensaje: “Venga enseguida a ver a Salvador, que está muy mal”, le dijo la mujer cuando el médico le devolvió la llamada.
Con estas palabras, Gala confió al doctor uno de los mayores secretos que intrigaban a España en aquella época: el estado de salud del pintor. Tras pasar un tiempo en Londres y París por motivos de trabajo, Dalí desapareció de la escena pública. Las hemerotecas de la época hablan de una “controvertida y secreta enfermedad”, “paranoia aguda” o arterioesclerosis. La hermana de Dalí denunció incluso un aislamiento por parte de Gala.
Hoy, 33 años después, el doctor Subirana recibe a CARAS en su consulta de Barcelona para explicar lo que realmente sucedió. El neurólogo es, además, de las pocas personas que trató a Dalí entre los años 1980 y 1982, un periodo en blanco en la vida del artista. En una entrevista que duró hasta seis horas, Subirana compartió su experiencia con unas de las parejas más icónicas del siglo XX. “Absolutamente daliano”, califica lo vivido.
Lo de la reclusión, por ejemplo, era cierto. Lo comprobó la primera vez que pisó Port Lligat, un núcleo de viviendas apartado de Cadaqués donde residía el matrimonio. Antes de acudir a la casa se detuvo a merendar en un bar cercano. “¿Pretende ver a Dalí? Imposible. Hace una semana o diez días que no entra absolutamente nadie”, le espetó la dueña.
Pero él tenía acceso. Un par de días antes, un médico local también había visitado al artista y le diagnosticó – erróneamente – la enfermedad de Parkinson. Gala decidió buscar a un experto y, gracias a las referencias de una amiga, eligió a Manuel, hijo a su vez del afamado neurólogo Antonio Subirana.
Dalí lo esperaba en la cama junto a Gala, quien llevaba las riendas de la relación, como comprobó el doctor. Después de convencerlo para que se sentara en un sillón, empezó un interrogatorio que, debido a la resistencia y agresividad que mostró el pintor al principio, terminó en un par de arañazos en la piel del neurólogo. “¿Alguna vez ve doble?”, le preguntó, por ejemplo. “Yo puedo ver doble, triple o como me dé la gana”, contestó el artista «hecho una fiera”.
Finalmente colaboró y Subirana pudo averiguar lo que ocurría. Dalí había llegado a España muy cansado y Gala decidió medicarlo por su cuenta. Esto le provocó una intoxicación que le causó síntomas de tipo parkinsoniano (temblores en reposo y rigidez en uno de los brazos). Además, sufría trastornos de conducta. “Se santiguó como mínimo cien veces”, cuenta el neurólogo, quien a sus 75 años revive la historia al detalle. Y sobre todo padecía una depresión profunda con la idea – compartida por su esposa – de que estaban solos, arruinados y a punto de morirse.
Problemas económicos
Dalí y Gala, que entonces ya eran ancianos, no andaban muy equivocados en sus delirios de ruina. Las obras del pintor empezaban a tener un gran valor patrimonial pero no se traducían en dinero en efectivo, tenían problemas con el fisco y los caprichos de su esposa eran caros.
Ese mes de mayo de 1980 por ejemplo, Gala, que era ninfónama, había instalado al músico Jeff Fenholt (el protagonista del musical Jesucristo Superstar) en el castillo de Púbol, una propiedad en el interior de Cataluña que su esposo le había regalado. Le había montado un estudio de grabación a Jeff – que entonces tenía 29 años – y le iba a pagar un millón de pesetas de la época (7.8000 dólares) a cambio de estar con él cuando ella quisiera.
Para cubrir éste y otros gastos, Gala organizaba chanchullos como hacer que Dalí firmase papeles en blanco que después convertía en litografías y las vendía como auténticas. De ahí sus esfuerzos en ocultar que su marido estaba enfermo, ya que entonces se descubriría que eran falsas.
Mantener el secreto dificultó en una principio la presencia de un psiquiatra, cosa que demandaba Subirana dada la gravedad de la depresión. Finalmente convenció a Gala – a la que empieza la entrevista definiéndola como “una mujer muy especial” – y en la tercera visita ya pudo acudir con Joan Obiols, catedrático de psiquiatría de la Universidad de Barcelona, .
Dalí requería un tratamiento antidepresivo en un hospital. Para no levantar sospechas, eligieron un centro donde tiempo atrás había sido tratado por un tema urológico. Repasando la prensa de la época, esto no hizo más que alentar los rumores.
A finales de junio de ese mismo año, Dalí recibió el alta y los dos especialistas se turnaron para visitarlo regularmente en Port Lligat. Durante casi tres meses, Subirana, que entonces era el director del Instituto Neurológico Municipal de Barcelona, subía al coche todos los miércoles a las tres de la tarde y se dirigía a este pequeño pueblo pesquero, a 30 kilómetros de la frontera francesa. Regresaba a casa de madrugada. “Era una paliza tremenda”, recuerda.
Visitar al artista era un ritual. Cuando llegaba a la casa, la cocinera de Dalí le tenía preparada la merienda. “Pan con tomate, salchichón y un café con leche. Siempre lo mismo”. Subirana aprovechaba para preguntarle a ella y al chofer por el matrimonio. Al terminar, subía a la habitación. Delante de Gala, nacida en Kazán y afincada en París durante su matrimonio con el poeta Paul Éluard, ésta le obligaba a hablar en francés.
Sus visitas duraban hasta tres horas. “Al cabo de la primera, Gala se iba y entonces Salvador y yo continuábamos hablando en catalán, mezclado con castellano y francés. Ahí era cuando la entrevista se ponía realmente interesante. Hablábamos de lo humano y lo divino”. En total calcula más de cien horas de conversación.
“A mí el personaje de Dalí me cautivó enseguida”, recuerda con una sonrisa. “Hablaba de medicina, de astronomía, de arquitectura, de publicidad, de química…”. También le hacía revelaciones sobre su trabajo, como lo inútil que le parecía que la gente interpretase sus pinturas. “Mire doctor, no haga caso de lo que le expliquen sobre ellas porque muchas veces pinto cosas que ni yo mismo entiendo”, le dijo una vez.
Los chantajes de Gala
Pero si con Dalí construyó “una excelente relación afectiva”, con su musa tuvo muy poca empatía. El doctor recuerda la vez que le planteó el tema de los honorarios. Ésta le contestó: “Usted lo que tendría que hacer es pagar por visitar a Dalí”. “Hombre, a mí venir aquí me cuesta un esfuerzo”, rebatió él. Entonces, Gala le planteó: “Pues si le cuesta un esfuerzo ¿por qué no se dedica un poco más a mí que a Salvador?”. “Aluciné por un tubo”, exclama el neurólogo. “¡Yo tenía 42 años y ella ochenta y pico!”. Jamás cobró por visitar a Dalí.
“Ya te digo, Gala hacia unos chantajes absolutamente increíbles”. El mismo fue víctima de otro que hizo que la experiencia de tratar a Dalí pasara de anecdótica a “traumática”. Todo empezó a finales de junio de ese mismo año. El neurólogo sufrió un robo fortuito en su coche en el que le quitaron la cartera con una copia del informe médico de Dalí dentro. El documento fue pasando de mano en mano hasta llegar a un médico, que sabiendo el interés que despertaba la salud del pintor, se lo vendió por un millón de pesetas a Interviú, un referente en la prensa de investigación española de los años ochenta.
Tres meses más tarde, el 11 de septiembre de 1980, Interviú publicó: ‘Exclusiva mundial. Desvelamos el informe médico de Dalí’. El documento, sin firmar pero con el membrete de su consulta, creó tal revuelo que Paris Match le ofreció dos millones de pesetas si confirmaba la autoría. El neurólogo no sólo se negó sino que consiguió que Interviú publicase una nota en el número siguiente desvinculándolo de la filtración.
Subirana acudió a Port Lligat dos días después de la publicación para aclarar lo sucedido. La musa no mostró enfado pero se aprovechó de la situación. “A mí no me importa esto, pero lo que no soporto es que se diga que Dalí está enfermo”, dijo ella. Entonces lo llevó al estudio del artista, donde había un gran cuadro en la pared, y le expuso: “Yo lo único que le pido es que venga mañana con un periodista, se fotografíe al lado de este cuadro y certifique que lo ha pintado Dalí en las últimas semanas”.
Dadas las condiciones del pintor en esos momentos, “ese cuadro desde luego no era suyo”, de modo que se negó a la petición. Entonces la esposa sí que se enojó y lo amenazó con denunciarlo ante el Colegio de Médicos por revelar un secreto profesional, aún a sabiendas de que no fue culpa de Subirana. Al salir de la casa, la última frase de Gala fue: “Acaba de cometer un error tremendo y yo le juro que le arruinaré”.
Espada de Damocles
La amenaza sumió a Subirana en una gran preocupación en el otoño de 1980. Pidió ayuda al entorno del pintor y llegó a viajar a Nueva York para reunirse con Michael Staub, el abogado del artista. “Yo le creo pero si Gala me pide que le ponga una denuncia, tengo que pensarlo”, le dijo éste. Al final, fue Albert Reynolds Morse – el mayor coleccionista del mundo de cuadros de Dalí – quien intercedió ante Gala. La mujer nunca cumplió su palabra pero “yo sentía la espada de Damocles encima pues en cualquier momento podía denunciarme”. Es por ello que dice: “El día que Gala murió, yo respiré”.
A Gala también la tacha de “auténtica bruja”. Él mismo fue testigo del exorcismo al que sometía una escultura de Jeff cuando consideraba que éste había sido malo con ella. O el desconcierto del neurólogo – que no cree en las casualidades – por la muerte de Obiols a causa de un infarto durante su visita a Port Lligat la última semana de julio de 1980, la misma en la que el profesor de psiquiatría tenía previsto comunicarle a Gala que se tomaría unas vacaciones en el mes de agosto.
Subirana dejó de visitar al enfermo tras la amenaza de Gala, pero a finales de octubre de ese mismo año, el pintor – más recuperado – ofreció una rueda de prensa en el Teatro-Museo Dalí de Figueres (localidad natal del artista) y el neurólogo consiguió entrar en el edificio. Al finalizar el acto se cruzó con la pareja. Dalí, que nunca supo lo de Interviú, le preguntó: “Doctor Subirana, ¿por qué me ha abandonado?”. “Gala no ha querido que viniera”, le respondió. Ésta cogió a su marido del brazo y se lo llevó, cuenta. Todavía lo vio un par de veces más tras la muerte de la musa, en 1982. “Siempre estaba encantado de verme”.
La experiencia le marcó tanto que pasó veinte años sin compartir sus recuerdos. Esto también ha provocado, en parte, que ni medios ni biografías se hayan hecho eco de su figura. El cronista Ian Gibson, en su libro La vida desaforada de Salvador Dalí, es de los pocos que cita (brevemente) a Subirana.
Hoy, sin embargo, “hablar de Dalí me encanta”. Se ha convertido en un experto de su obra y su vida. La inmensa estantería de su despacho alberga libros y biografías del pintor. Le gusta analizar sus cuadros y leerles a sus nietos los poemas que escribió el polifacético artista.
Lo ocurrido en Port Lligat con su esposa jamás rompió su buena opinión sobre el artista. “Era un Leonardo Da Vinci, un señor con un deseo de conocimiento increíble e irresistible”. Y la pregunta obligada de si Salvador Dalí estaba loco, él lo tiene claro: “El límite entre la locura y el genio es bastante difícil de establecer. Para mí Dalí era evidentemente un genio.